25 Nov

Se equivoca en mi opinión cualquiera -azul, rojo o de cualquier otro color- que pronuncie el nombre de España convencido de tener razón, pues es sabido que, cuando un español arenga, lo hace siempre en contra de otro español. 

Porque siempre hay una España segura del deber de sacar a otra de su error. Aunque sea por la fuerza. 

Por eso recelo siempre de quien pone el nombre de España entre signos de admiración. 

Si queremos llegar un día a entendernos, a convivir con nuestras diferencias en paz, sin violencia, sin ruido, ni sobreactuación, deberíamos en primer lugar abandonar cualquier tentativa de querer tener razón.

Abjurar solemnemente de la razón, habida cuenta del vergonzoso historial de cainismo que nos avala en el sempiterno empeño de querer imponérsela a los demás y dedicarnos con entusiasmo solamente a hacer aquello que, como un solo pueblo, se nos dé mejor. Sea lo que sea o por banal que nos pueda parecer. 

Por dar yo el primer paso, no me importa darle una alegría al espíritu de la calle Ponzano, sumándome a su alcoholismo libertario, tan castizo, si afirmo que el bebercio es uno de los lugares comunes donde la mayoría social de este país se retrata sin diferencia alguna y sin recato, para regocijo de comerciantes y asesores de presidentas regionales. 

Así que quizás, más que andar por ahí levantando banderas, brazos extendidos o puños cerrados, deberíamos alzar todos nuestros vasos y brindar por la concordia nacional. Darnos permanentemente a la bebida por tan alto ideal. 

Al final, se trata de encontrarnos, aunque sea en los defectos ya que en las virtudes no nos sale. Y mañana Dios dirá. 

Pero si nos ponemos a ello, hagámoslo bien de verdad y mezclémonos todos en una sola turba beoda y cuñadista, procurando perder la compostura y olvidarnos de cualquier consigna. 

Desinhibirse y estrechar distancias hasta sorprendernos abrazados unos a otros y dejarse embargar por emociones completamente nuevas, sensuales, excitantes, morbosas... 

Mirar de reojo a quien ya no sentimos como contrario, mientras entonamos el himno del Principado -que, al parecer, es el único que nos sale a todos espontáneo- y descubrir el brillo cercano de unos ojos que ya no intimidan, sino que invitan a intimar. 

La creciente atracción de unos labios húmedos y entreabiertos que ya no amenazan de exabruptos, sino con la posibilidad de besar. 

La caricia en la espalda al paso de los dedos que la recorren traviesos sin tentación alguna ya de apuñalar, sino buscándonos el trasero. 

Deshacerse de las ajustadas hechuras de la razón -la nuestra, sí- y sentir con alivio su pérdida deslizándose pantorrilla abajo con la ropa interior. 

Desnudos los otros también de convencionalismos, borrachos todos de incorrección. A cuál más distinto, a cuál más tentador. Todos igual de salidos y embebidos de pasión. 

Qué sueño tan maravilloso. Todo un país dedicado al júbilo y al amor. 

Y qué decepción, al contemplarnos a todos felices, la de quienes alientan las diferencias para que hagamos en su nombre la guerra al vecino. 

Y ya puestos, por qué no seguir soñando. Por qué no mandarlo todo a la mierda y negarse a volver a la realidad cuando suene el móvil o el despertador. 

Darse la vuelta y abrazarse de nuevo a quien sea bajo el edredón y en una gran resaca nacional, dejar plantada a la explotación. 

A los verdaderos culpables de tanto sindiós. A los que nos roban la vida y nos ponen en las manos las banderas del miedo, para seguir enriqueciéndose a costa de nuestro sudor. 

A los exégetas de la excelencia, la resiliencia y el esfuerzo, que no han levantado en su vida una paja del suelo, ni saben lo que es un madrugón. 

Los consejos de administración que mandan en la sombra y que compran, políticos, funcionarios y contertulios; magistrados que imparten la justicia de su conveniencia. 

Los que alientan el odio e inventan las diferencias. 

Los que prostituyen a la razón, para que tú pagues el alto precio de creer poseerla.

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